dimarts, 14 de novembre del 2017

Estar aquí, estar allí

Clifford Geertz
Reseña del libro de Clifford Geertz, El antropólogo como autorTraducción de Alberto Cardín, Editorial Paidós, Barcelona, 1989, publicada en La Vanguardia, el 26 de mayo de 1989.

ESTAR AQUÍ, ESTAR ALLÍ
Manuel Delgado

Casi todo en la antropología parece ciertamente marcado por la paradoja. Por ejemplo: siendo como es una de las disciplinas humanísticas más absolutamente academizadas y habiendo no pocas veces explicitado una cierta vocación de dureza científica, ha provisto a la literatura en general de algunas de sus más hermosas y conmovedoras expresiones, o cuanto menos de una buena cantidad de productos estéticamente apreciables.

En torno a este en verdad interesante asunto gira el último libro de quien se ha constituido sin duda en el antropólogo de guardia de la cultura posmoderna, Clifford Geertz. En efecto, El antropólogo como autor es, junto a la compilación de J. Clifford y G. Marcus Retóricas de la etnología, de próxima aparición en Júcar, una de las grandes contribuciones a la clarificación del trabajador de campo etnográfico no sólo como transmisor sino también como inventor de realidad. Con un valor añadido: el de que, en este caso, la edición viene avalada por un reconocimiento como es el Premio del Círculo de Críticos de Libros norteamericano, recién concedido en su XIV concurso, el pasado 26 de enero en Nueva York. Así pues, todo un acontecimiento editorial, síntoma acaso definitivo de lo lejos que se encuentran ya las publicaciones de antropología de las marginalidades más o menos elitistas.

¿Qué significa esa extraña labor a la que el etnólogo se entrega de observar meticulosamente la vida de otros allí donde están, para referirse a ellos, con una cierta pretensión de lealtad, allí donde no están? ¿Y hasta qué punto es ello posible? El problema desde luego no se remite tan sólo al de la intraductibilidad de las culturas, ni tampoco al de las vertiginosas complicaciones éticas que conlleva la práctica antropológica y que suelen condenar a sus cultivadores a su famosa hipocondría moral.

Más allá de todo ello, o acaso más acá, la cuestión se plantea en los términos en que se manifiesta ese conflicto compartido por toda creación literaria: el de cómo asociar las palabras con la vida. Agravado esto además por las condiciones particulares de esa modalidad de vuelo sin motor que es la experiencia etnográfica extrañamiento obligado en otros mundos en los que no sólo trabajas sino que simultáneamente no dejan de trabajarte, aventura siempre conradiana de la que raras veces se sale indemne.

Representador –o quizá mejor sería decir evocador- de representaciones, el antropólogo es invitado aquí a dejarse considerar tan sólo a partir de sus propios textos, entendidos no ya como intermediaciones simplemente, sino como construcciones concebidas para la persuasión y susceptibles de vivir y ser vividas autónomamente. Para ello, y como muestra, Geertz nos propone el análisis de cuatro ejemplos: el Tristes trópicos de Lévi-Strauss, hace algunos meses reeditado por Paidós; El crisantemo y la espada, la célebre incursión de Ruth Benedict en el “alma” japonesa, escrito en 1946 y que ha sido varias veces reeditado por Alianza; el diario de campo de Malinowski en las islas Trobiand a su inversa, la de aquel allí en éste aquí. No se trata de un juego de palabras, sino de la convicción de que, incapaces de encontrar autor y lector los lindes que separan aquí y allí, ahora y entonces, lo mejor es abandonar la búsqueda, siempre sin poder eludir la sospecha de que quizá nunca existieron tales lindes y sólo la mutua traslación entre un paraje y otro constituye lo real.



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