La foto es de William Murphy |
Fragmento del artículo "La obra de arte en entornos urbanos", en Realitats de la ciutat, Universitat de
València, València, 2004, pp. 55-63.
LA OBRA DE ARTE PÚBLICO COMO SIGNO DE PUNTUACIÓN
Manuel
Delgado
Si para las instituciones de la polis la obra de arte público es una
apuesta por lo perenne, lo que merece durar inalterable, para el usuario ese
mismo objeto es un instrumento que le sirve para puntuar la espacialidad de las
operaciones a que se entrega, justamente aquella sustancia que constituye la
dimensión más fluida e inestable de la vida urbana. Si la ciudad legible,
ordenada y previsible de los administradores y los arquitectos es por
definición anacrónica –puesto que sólo existe en la perfección inmaculada del
plan–, la ciudad tal y como se practica es pura diacronía, puesto que está
formada por articulaciones perecederas que son la negación del punto fijo, del sitio. En las calles lo que uno
encuentra no son sino recorridos, diagramas, secuencias que emplean los objetos
del paisaje para desplegarse en forma de arranques, detenciones, vacilaciones,
rodeos, desvíos y puntos de llegada. Todo lo que se ha dispuesto ahí por parte
de la administración de la ciudad –monumentos tradicionales, obras de arte,
mobiliario de diseño– se convierte entonces en un repertorio con el que el
incansable trabajo de lo urbano elabora una escritura en forma de palimpsestos
o acrósticos. En calles, plazas, parques o paseos se despliegan relatos, muchas
veces sólo frases sueltas, incluso meras interjecciones o preguntas, que no
tienen autor y que no se pueden leer,
en tanto son fragmentos y azares poco menos que infinitos, infinitamente
entrecruzados.
Como Michel de Certeau
acertó a reconocer, la gente de la calle, del corredor del metro o del jardín
público se abandona a todo tipo de derivas por un relieve que le es impuesto
por el plan urbano, pero en el que protagoniza movimientos espumosos inopinados
que aprovechan los accidentes del terreno, mimentizándose con el entorno,
filtrándose por entre las grietas. Esa autogestión de la sociedad pública
genera y es generada por la actividad discursiva del usuario. El viandante que
circula o que se detiene en este o aquel otro punto de su recorrido, en efecto,
discurre, en el triple sentido de que
habla, reflexiona y circula. De
un lado, el usuario habla, dice, emite una narración al mismo
tiempo que se desplaza, hace proposiciones retóricas en forma de deportaciones
y éxodos, cuenta una historia no siempre completa, no siempre sensata. También,
en efecto, ese usuario piensa, en la
medida que suele tener la cabeza en otro
sitio, está en sus cosas, va absorto en sus pensamientos, que –a la manera
del Rousseau de las Ensoñaciones del
paseante solitario– no pocas veces plantean asuntos fundamentales sobre su
propia existencia. Por último, el usuario del espacio público pasa, es un transhumante, alguien que
cambia de sitio bajo el peso de la sospecha de que en el fondo carece de él.
Esa molécula de la vida urbana, el viandante, es al mismo tiempo narrador,
filósofo y nómada. Dice, piensa, pasa. Lo que lleva a cabo es una peroración,
un pensamiento, un recorrido.
Es a partir de esa
condición discursiva que las actividades que tienen lugar en espacios públicos
aparecen sometidas a determinadas reglas ortográficas, de las que los elementos
del entorno en que se desarrolla la acción social se conducen como signos de
puntuación. Para las instituciones, la erección de lugares de una suntuosidad
especial funciona como una manera de subrayado, énfasis especial puesto en
determinado valor abstracto superior –la Historia, la Religión, el Arte, la
Cultura... –, jerarquización del espacio para la que se dispone de un
equivalente a las mayúsculas o los tipos mayores de letra, en el caso del texto
escrito, o a la entonación afectada que se emplea para darle solemnidad a las
palabras rituales. En cambio, para el paseante ocioso, el viandante apresurado,
los enamorados, los niños y los jubilados del parque, el consumidor que
frecuenta un centro comercial o el más desazonador de los merodeadores, el
monumento o la obra de arte en espacios no museales son signos de puntuación
para una caligrafía imprecisa e invisible. El arte público ve desvanecerse
entonces toda pretensión de trascendencia, tanto política como creativa.
Perdida toda solemnidad, de espaldas a su significado oficial, indiferente a la
voluntad creadora del artista, abandonada toda esperanza de autonomía, el
objeto de arte público es sólo y ante todo una inflexión fonética u
ortográfica: punto y aparte, punto y seguido, interrogación, interjección,
paréntesis, coma, punto y coma, dos puntos, puntos suspensivos... La pieza es
entonces signo con que ritmar los cursos y los transcursos, señalar
inversiones, desvíos, repeticiones, interrupciones, sustituciones, rodeos,
encabezamientos, así como las diferentes modalidades de final.
Quienes creen monopolizar la producción y
distribución de significados, han sembrado aquí y allá puntos poderosos de y
para la estabilidad, núcleos representacionales cuya tarea es constituirse en
atractores de la adhesión moral de los ciudadanos. En cambio, los practicantes
de lo urbano convierten la obra de arte, como el monumento estricto, en
elemento destinado a distinguir y delimitar, crear lo discreto a partir de lo
continuo. Labor segmentadora y de disjunción, basada en interrupciones,
reanudamientos y cambios de nivel o de cadencia, cuya función –como proponía
Trubetzkoy en relación a los signos demarcativos en fonología– se parece a la
de las señales de tránsito, puesto que es lo que literalmente son, en el
sentido de que permiten organizar el tráfico de las apropiaciones empíricas o
sentimentales de la calle, del parque o de la plaza.
El viandante hace algo más que ir de un punto o a
otro. Partiendo, llegando, pasando o deteniéndose, poetiza la ciudad, y lo hace trabajando los elementos paisajísticos
o morfológicos que hacen las veces de accidentes topográficos. A su vez, esos
elementos también dramatizan ese
mismo espacio urbano, en tanto son el escenario activo sobre el que se
desarrollan una multitud incalculable de esos cuadros teatrales que son las
interacciones, intensas o superficiales, entre desconocidos o conocidos de
vista. Lo que ha sido instalado ahí por quienes conciben la ciudad es
descubierto por quienes la practican como apropiable en tanto que apropiado.
Con ello el practicante genera una geometría imperfecta y lábil en que se
distribuyen las citas, los juegos, las protestas, los paseos, los atajos, las
fugas, los rodeos, los recuerdos... De aquel personaje molecular o masivo del
que sólo se esperaba una conformidad sumisa a las directrices del diseñador,
parte una actividad colonizadora que, sin pedir permiso, hace con el paisaje
urbano cosas otras. Lo que se
quisiese un espacio tranquilo, dócil y desconflictivizado se convierte, en
manos de su usuario real, en un espacio heterogeneizado, incorporado a un
sistema de representación y a una memoria colectiva de los que las autoridades
en realidad no saben nada.