dijous, 22 de febrer del 2018

Públicos salvajes

La foto es de Mohammed el Raal

Fragmento de "Hordas espectadores. Fans, hooligans y otras formas de audiencia en turba", en Ignasi Duarte y Roger Bernat, eds.,  Querido público. El espectador ante la participación (Cendeac. Murcia, 2007, pp. 103-116).

PÚBLICOS SALVAJES
Manuel Delgado

¿Qué es “el público”? ¿A qué llamamos “público espectador”? Pensemos en la concreción de la idea abstracta de público que supone su acepción como “conjunto de las personas que participan de unas mismas aficiones o con preferencia concurren a determinado lugar”, esto es como actualización del concepto clásico de auditorio. Se alude en este caso a un tipo de asociación de espectadores –es decir, de individuos que asisten a un espectáculo público-, de los que se espera que se conduzcan como seres responsables y con capacidad de discernimiento para evaluar aquello que se somete a su consideración. Se da por descontado que los convocados y constituidos en público no renuncian a la especificidad de sus respectivos criterios, puesto que ninguno de ellos perderá en ningún momento de vista lo que hace de cada cual un sujeto único e irrepetible.

Lo que se opondría a esa imagen deseada de un público espectador racional y racionalizante sería un tipo de aglomeración de espectadores que hubieran renunciado a matener entre si la distancia moral y física que les distinguiría unos de otros y aceptaran quedar subsumidos en una masa acrítica, confusa y desordenada, en la que cada cual habría caído en aquel mismo estado de irresponsabilidad, estupefacción y embrutecimiento que se había venido atribuyendo a la multitud enhervada, aquella misma entidad frente a la que la noción de público habia sido dispuesta. El conjunto de espectadores degenera entonces en canalla desbocada, al haber caído víctima de una enajenación que ciega e inhabilita para el juicio racional, al tiempo que la respuesta a los estímulos que recibe puede desembocar en cualquier momento en desmanes y violencia.

Una de las manifestaciones de esa audiencia convertida en horda se nos aparece bajo la figura actual del o de la fan. Fan deriva de fanatic, y este del latin fanaticus, que significa “frenético e inspirado por Dios”. Tal etimología ya advierte cómo la imagen del fan se asocia con aquel o aquella a quienes une una creencia enfervorizada, una convicción fiera o una adhesión entusiasta cualesquiera obnuvilan hasta hacerlos incapaces de autocontrol. La analogía religiosa no haría sino encontrar paralelismos en todas las manifestaciones de arrobamiento místico colectivo que concebirse puedan y que han sido una constante a lo largo de la historia humana. Su escenificación ha consistido en todos los casos en la presentación pública de una entidad sagrada –en el sentido de excepcionalmente extraña a la experiencia ordinaria– ante una reunión humana de repente coagulada en unidad. Esa fusión humana sobrevenida atiende, en el doble sentido de que espera y presta atención, a una entidad a la que se considera acreedora de adoración ardiente. Por supuesto que estaríamos ante un tipo de fenómenos que las ciencias sociales de la religión asocian, desde Max Weber, al concepto de carisma, es decir la atribución de rasgos y competencias excepcionales inmanentes a determinadas personas.

Es difícil no llamar la atención sobre la recurrente filiación del fenómeno fan al modelo que prestarían las ménades o cohortes de mujeres adoradoras de Dionisos en la Grecia antigua, tal y como nos ha llegado, por ejemplo, de la mano de Eurípides y sus Bacantes. No sólo por su connotación religiosa, sino sobre todo por su connotación de género. Es decir, el público fan es imaginado como conformado casi en exclusiva por jóvenes “histéricas”, es decir afectadas por un mal que la nosografía psiquiátrica clásica vino a considerar como propia de su sexo. Tal percepción es consecuente, en primer lugar, con la propia identificación que desde el reformismo burgués y librepensador se establece entre la mujer religiosa y la mujer fanática o, mejor dicho, de la mujer religiosa como mujer fanática (Delgado, 1998). Pero también valdría para la forma como la psicología social de finales del XIX le atribuye a las multitudes una naturaleza esencialmente femenina, precisamente para subrayar su esencia impredecible, alterable y peligrosa, pero también la facilitad que presentaba para ser objeto de seducción por la vía de la fascinación y el halago. Gustave Le Bon sentenciaba en 1895: “Las multitudes son por doquier femeninas”. Mucho después, en 1977, Michel Tournier se refería, en El viento paráclito, a la multitud como “ese monstruo hembra y quejumbroso”.

En paralelo, el público fanatizado –es decir, el público que ha degenerado en canalla incontrolada– tendría su expresión casi específicamente masculina en la figura del hooligan o ultra, aficionado futbolístico violento que tiende a actuar, por así decirlo, “en manada”. El espectador fanático se representa entonces mediante la distorsión o exacerbación de un prototipo que también en este caso es de género. Si la fan es una muchacha en la que se ha agudizado una inclinación que es propia de su sexo –y de su sexualidad-, la “histeria”, el ultra deportivo es un joven en el que se ve intensificado una predisposición que se le presupone al gamberrismo, las prácticas vandálicas y el consumo convulsivo de sustancias que alteran el comportamiento, en este caso el alcohol, ingredientes consustanciales a una cierta representación hoy hegémonica de los jóvenes en general.




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