divendres, 30 de desembre del 2022

Horizontes perdidos

La foto procede de https://nwinspeare.com

Texto para el catálogo de la exposición Islas y horizontes. Obras de la colección Es Baluard, Centro de Artes Tomás y Valiente, Fuenlabrada, septiembre-noviembre 2016

HORIZONTES PERDIDOS
Manuel Delgado

Lost horizons es, sin duda, una de las mejores y más influyentes películas de Frank Capra. Estrenada en 1937, narra la historia de unos viajeros que se extravían en plena tormenta en el Himalaya y van a parar a Shangri-la, una ciudad perdida en la gran cordillera en la que una sociedad feliz vive libre del mal y del desorden que reinan en el resto del mundo, un mundo que en pocos años iba a conocer formas de destrucción y masacre inconcebibles hasta entonces. El de la realización de una comunidad utópica como la de la película de Capra, y de la novela de James Hilton en que se basa, es uno de los sueños más recurrentes de numerosas sociedades que han anhelado ese horizonte perdido, en el sentido de existente en algún lugar al que llegar luego de un camino duro, pero necesario.

Esa imagen del ser humano contemplando un horizonte soñado, alcanzable o que merecía la pena acercar, no es, pero, común a toda la humanidad. La encontramos en sociedades que han concebido el tiempo como lineal y organizado de acuerdo con un principio teleológico que da sentido a su existencia, entendiendo sentido en una doble acepción: como racionalidad y como dirección, flecha que apunta a un futuro ideal, en otro sitio o aquí, pero siempre en un pretérito por definición perfecto. El uso alegórico del horizonte como algo hacia lo que se marcha, es ajeno a casi todas las culturas antiguas o exóticas que conocemos. No se da, por ejemplo, en las sociedades orientales, salvo el caso particular del culto budista a Mayteya o Buda futuro. En las culturas que un día dimos en llamar "primitivas", y antes de los imperios las devorasen, solo se conocen caso aislados, como el de los profetas karay entre los tupi-guaraníes amazónicos del siglo XVI.

Debe decirse que la idea de horizonte futuro  la encontramos casi en exclusiva en sociedades en las que las llamadas religiones abrahámicas han determinado sus respectivas concepciones del tiempo, muchas veces incorporada de la mano de fenómenos de expansión colonial. La raíz es común y la encontramos en la escatología zoroastriana, que alcanza el centro del judaísmo antiguo y, de ahí, el del cristianismo y el del Islam. Son las religiones monoteístas las que conciben el tiempo humano como una expectativa de salvación colectiva: el judaísmo, concretado en la espera del Mesías; el Islam tanto chiita como suní, atento a la revelación del Mahdi, el Esperado, o el cristianismo, definido por la profecía apocalíptica y la Parusía o Segunda Venida anunciada en el versículo 21 del Apocalipsis de Juan: "Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, lo mismo que el mar...".

Esa convicción de que existe un mundo justo, libre y dichoso más allá de un horizonte hacia el que se anda, aunque nunca se alcance, es el motor ideológico que ha animado un número ingente de agitaciones sociales que ha conocido el devenir de la humanidad o, mejor dicho, la humanidad entendida como devenir. Todos las convulsiones proféticas, milenaristas o mesiánicas de las que tenemos noticia han compartido esa misma base. Todas las utopías han bebido en idéntica fuente. Todos los grandes movimientos históricos han vivido han participado, directa o indirectamente, explícitamente o no, de ese mismo desasosiego por dejar atrás los grandes defectos de su presente mediante un avance que, de manera pacífica o traumática, aproxima esa salvación que aguarda en lontananza ser alcanzada. Todas las grandes revueltas protagonizadas en pos de liberación de pueblos oprimidos se han movido por esa misma seguridad en que había que emanciparse de sus opresores en nombre de un mundo nuevo.  No hay movimiento nacionalista o anticolonialista contemporáneo que no haya compartido, explicitándolo o no, el convencimiento de que el suyo es el pueblo elegido, destinado a hacer de su patria la Tierra Prometida. Las grandes ideologías revolucionarias del siglo XX —el comunismo, el anarquismo— han compartido ese objetivo de acabar tomando los cielos al asalto. El nazismo existió para cumplir el vaticinio de que el suyo sería el esperado imperio de los Mil Años. Si muchas de esas doctrinas estaban dispuestas a conquistar el horizonte de manera violenta,  la idea de un proceso paulatino hacia idéntica meta es, en el fondo, la que nutre la noción misma de Progreso, que no es sino una expresión laica de la misma lógica que entiende la historia como Historia, es decir como proyecto trascendente de perfeccionamiento humano, persiguiendo un horizonte inalcanzable, pero omnipresente como punto de referencia hacia el que la sociedad debe moverse.

Todos los grandes movimientos sociales de la historia, en las culturas en las que hay o ha habido algo llamado historia, han querido ser, en efecto, movimientos hacia, es decir recorridos en dirección a un horizonte de superación de la miseria y la injusticia reinantes en el presente de la sociedad. El horizonte, por definición, era futuro de libertad, un mañana distinto sin dolor ni tristeza, puesto que el horizonte era precisamente eso: la línea que se nos aparece separando el cielo y la tierra. Alcanzarlo o caminar hacia él, incluso como un fin infinito, significaba desmentir o cuestionar la distancia insalvable entre las miserias terrenales y la bienaventuranza divina. El horizonte era el lugar desde el que el sol hacía su aparición para anunciar la derrota diaria de la noche, la metáfora perfecta de todo nuevo amanecer.

Hoy eso ha dejado de ser así. Ahora, mucho más que cuando Frank Capra realizó su film, los horizontes se han perdido, al menos los horizontes que fueron contemplados con impaciencia. La cancelación de los grandes ideales de transformación de la humanidad, la desactivación de los valores universales que un día dieron argumento a luchas y proyectos. Nada o poco nos orienta, es decir nos invita a contemplar el punto desde el que a lo lejos aparece la primera luz del día. En el momento actual, las grandes religiones ya han dejado de confiar en que venga a nosotros el Reino de Dios y descartan devolverle al planeta el edén perdido. La salvación solo será individual y en el más allá; ni colectiva, ni aquí. Las viejas doctrinas para el entusiasmo y la ilusión han envejecido brutalmente y de pronto; muchas ya han muerto. La revolución socialista ha fracasado; ya sabemos en qué acabó consistiendo y que la clase obrera no alcanzará el paraíso que el marxismo le prometió. Los grandes movimientos de emancipación  nacional en todo el mundo han acabo constituyendo estados corruptos o ese es el porvenir que les espera a los todavía activos. Hoy, lo progresista es luchar para que el progreso detenga su avance devastador. La Era de Acuario del movimiento hippie no llegó, como se había anunciado, en el 2001 y lo que queda de la contracultura es la caricatura que de ella ha hecho la new age. Los movimientos antiglobalización de principios del XXI se conocieron también como altermundistas porque sugerían que, en el horizonte, otro mundo era posible. La crisis económica vino a demostrar que esa expectativa era ingenua.

Es cierto que a principios de la década de los 2010 se produjeron grandes movilizaciones públicas que llevaron a miles de personas a ocupar las plazas de numerosas ciudades del mundo —Madrid, Reijiavitz, Nueva York, El Cairo, Sāo Paulo, Hong-Kong... Pero, a diferencia de las corrientes antimundializadoras, protestas como las de los indignados no pretendían acelerar el paso hacia otro mundo posible, sino para exigir que la modernidad cumpliera su compromiso de asegurar para todos una mínima equidad política y social y de que el orden democrático lo fuera de veras. Lo que se reclamaba no era la abolición del sistema de mundo que se padecía, sino su clemencia, puesto que nadie parecía estar en condiciones de oponerle alternativas. Por su parte, los estallidos de violencia social que han conocido las periferias urbanas de otras muchas ciudades —francesas, británicas, norteamericanas— no vindicaban nada, porque fueron revueltas sin ideas, regreso inopinado de las viejas turbas hartas y rabiosas. Por último, la aparición de movimientos políticos de aparente nuevo cuño va desvelándose poco a poco como la de nuevos viejos partidos políticos.

Ahora no se espera que amanezca, sino, como mucho, que no anochezca del todo. Como Paul Virilio puso de manifiesto en su L'Horizon negative (Galilée, París, 1984), lo que se perfila tras el límite del mundo, el horizonte, ya no es otro mundo mejor, sino el anuncio de una finitud que no es geográfica, sino la de lo humano de la humanidad. Los avances tecnológicos no auguran la liberación del ser humano, sino nuevas formas de dominación y servilismo. No vemos sino extenderse los efectos de la miseria, la guerra y la desesperación, sin que el orden del mundo causante de ello tenga motivos para inquietarse, puesto que nada hay que inquiete su hegemonía El planeta mismo ve amenazada su supervivencia ante lo que se percibe como inminente catástrofe ecológica. Tras el horizonte ya no está el país del arco iris, sino una proliferación de distopias insoportables en las que no será posible o no valdrá la pena sobrevivir. Más allá de esa línea de confín ya no hay una fuente eterna de luz, sino un largo ocaso que anuncia tinieblas. Ya no hay albas, sino un abismo. Asusta el horizonte y no nos cabe otro afán que mantenerlo en su sitio: lo más lejos posible.



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